EL sueño de Gregorio

 

"La primera noche que Gregorio pasó con el Chapas en la plaza de Gracia, no pudo pegar ojo hasta una hora antes del alba. Volvió a soñar con lo mismo de siempre, aunque esta vez su despertar fue sereno, acompañado por el alegre cantar de los pajarillos que revoloteaban entre las ramas de los magnolios. Flotando en duermevela rememoraba aún esa vida mágica y superlativa, tan ajena a la miseria de sus días y que ya empezaba a obsesionarlo. Al otro lado del muro de Morfeo tembló la luz misteriosa de muchas velas cuando el sumo sacerdote de la única religión verdadera (ese era él) dejó caer al suelo su túnica blanca de seda y fue a tumbarse desnudo en la mesa de mármol. Doce sacerdotisas ligeras de ropa se acercaron trayendo consigo una larga tela de raso rojo; en su centro habían bordado con hilos de oro la estrella de seis puntas que resulta de contraponer dos triángulos isósceles, la cual estaba a su vez encerrada dentro de tres círculos concéntricos, rodeados de otros símbolos arcanos e indescifrables. Con gran ceremonia, las bellas mujeres cubrían el cuerpo tostado por el sol de Gregorio y sacaban luego afuera, por la única abertura disponible, sus genitales. En ese momento otros fieles que estaban más alejados empezaron a hacer sonar panderetas, timbales y bongos, y contagiadas por la música las doce damas dieron paso a una danza sincrónica. Al mismo tiempo que contorsionaban sus cuerpos elásticos, ciento veinte finos dedos flotaban sobre la tela encarnada que lo cubría, aunque sin llegar nunca a tocarlo, pues solo les estaba permitido el contacto físico con la parte del varón que había quedado al descubierto. Era precisamente ahí donde iba a manifestarse la hierofanía (término acuñado por el historiador de las religiones Mircea Eliade para hacer referencia a una toma de consciencia de lo sagrado, cuando este se manifiesta a través de los objetos de nuestro cosmos habitual como algo completamente opuesto al mundo profano), y para favorecer el trance, muy juntas y apretadas, las sacerdotisas del amor se excitaban con el roce de sus cuerpos, aliñándolo a veces con algún pellizco o toqueteo subrepticio, mientras iban dejando caer sobre el miembro viril caricias, besos y lamidas, todas ellas anhelaban ser protagonistas del proceso hierofante, esa unión mística de los dos principios sagrados (Shiva y Shakti).



De pronto el ambiente dentro del templo se había vuelto muy alegre, las chicas reían y daban palmadas al ver como aquello iba creciendo en grosor, y por fin se pusieron a cantar: “¡Aleluya! ¡Shiva se manifiesta! ¡Día de jolgorio! ¡Shiva se manifiesta! ¡Aleluya! ¡Día de redención! ¡Shiva se manifiesta! ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Él ha venido a nosotras! ¡Él está entre nosotras! ¡Aleluya!”. Arrebatada por el éxtasis, una de las adoratrices consideró la audacia de rodear el miembro con sus labios anchos y darle una serie de vigorosas mamadas, cosa que el sacro pene, convertido ya en axis mundi, agradeció de inmediato. “¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Shiva se manifiesta!  ¡Aleluya!” Con una palma sobre la otra en señal de beatitud, todas iban mamando por turnos a Gregorio, quien mucho antes que un hombre alto o bajo, guapo o feo, joven o viejo, rico o pobre, se había transmutado en ese espíritu universal engendrador de mundos. La más joven de las adoratrices era de ascendencia escandinava, rubia platino de rasgados ojos color miel y con una piel tan blanca y fina, que parecía ser de leche. Aquella chica puso sus labios como se ponen para beber de un botijo, y a la orden de las veteranas se inclinó sobre el eje de todo lo que existe para empezar a mamarlo de un modo vehemente, babeándose de la excitación que le producía la idea de entrar en contacto físico con el dios, mientras once pares de ojos de gacela la observaban atentos. “¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Él nos ama y está entre nosotras! ¡Aleluya!” ¿Cómo explicar con palabras el amor que fluía de las criaturas escogidas hacia el punto central de la hierofanía? Anhelaban asistir al milagro por el cual el flujo energético de Shiva irrumpe en la realidad profana para inundarlo con su luz creadora, pero por más que la rubia hiciese todo lo que las otras le decían aquello no terminaba de suceder y perdiendo por completo la sincronía empezó a dar cabezadas como una vulgar mamona, ya no obedecía a razones, y muy roja y congestionada se agarró con ambas manos a la mesa de mármol para tragar aún más profundamente el falo. Bajo la fina tela Gregorio movía ahora la cabeza a un lado y a otro, e intuyendo la inminencia del orgasmo las doce se precipitaron como una sola mujer sobre el axis mundi, haciendo ruidos bestiales mientras entremezclaban lenguas como una piara de cerdas hambrientas, amontonándose en torno al trozo de carne de varón que sobresalía del raso color rojo intenso. Algunas parecían no haber quedado satisfechas con lo que les tocó en suerte y se pusieron a lamer la cara de sus compañeras, poseídas por el irracional deseo de sorber hasta la última gota de esa ambrosía gracias a la cual, en un tiempo muy, muy remoto, los dioses mismos alcanzaron la inmortalidad.

Al despertar de su sueño, el corazón de Gregorio latía desbocado. Como si fuera otra persona se quedó mirando para las ramas de los magnolios, entre cuyas grandes hojas empezaba a colarse los rayos de un sol benigno y poderoso. Desde hacía por lo menos veinte años, no recordaba haber tenido una erección tan formidable como la de aquella mañana de invierno."

Los Vagabundos - Eloy Vidal





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