The Rothschild

 


“El dinero es el dios de nuestra era y Rothschild es su profeta”, escribió el poeta Heinrich Heine (1797-1856), junto con Balzac, Chopin, Rossini, Delacroix y otros artistas un asiduo de la mansión que James Mayer de Rothschild tenía en la rue D’Artois de Paris. Para conformar el cuadro sinóptico de la estirpe más influyente y poderosa de la historia contemporánea hay que partir de Mayer Amschel Rothschild (1744-1812), judío alemán que tras consagrarse como banquero entrenó a sus hijos en la búsqueda ardiente del éxito. Amschel, Salomon, Nathan, Carl y James pasaron a la posteridad como los Cinco de Frankfurt, distribuyéndolos por cinco naciones europeas ―Francia, Alemania, Austria, Italia e Inglaterra― el patriarca cimentó las bases de eso que en los medios de comunicación anglosajones se refiere hoy como “The West”. Ninguna rama de los Rothschild llegó a establecerse en la península ibérica, y esa fue una de las razones de que España y Portugal perdieran rápido protagonismo en el concierto de las naciones para convertirse en comparsas. Sin embargo, hubo desde el principio intentos de atraer a España a la órbita del nuevo orden mundial (algo que en el siglo XXI podemos decir que se ha logrado de pleno). Después de que estallara la Primera Guerra Carlista las cuatro ramas de la dinastía Rothschild aunaron esfuerzos para apuntalar económicamente la causa isabelina, en contra de esa vieja España de Dios, Patria, Rey, donde la usura se consideraba un pecado. Pero tal y como se recoge en el siguiente párrafo, la administración española, temerosa de quedar en deuda con los Rothschild, anuló finalmente el préstamo:

 Para todos los observadores informados, el poder de Rothschild fue increíble. En 1835, el embajador de Austria Anton Apponyi Metternich escribió desde París para explicar las actividades del banquero en aquella España convulsa, un país sumido en una guerra civil. Nathan había comprometido las cuatro casas con un anticipo de dieciséis millones de francos al gobierno de Madrid y también había proporcionado al ministro de Finanzas considerables dotes. Cuando la administración derogó los términos del préstamo Salomon y James se tomaron la afrenta como algo personal. Estaban “desgarrados en el corazón” por tanta mala fe e ingratitud y resolvieron dar una lección a los españoles. Ellos y sus hermanos destinaron ochocientas mil libras a la especulación con acciones del gobierno español, lo que provocó una caída espectacular de su valor. “Qué poder tiene la casa de los Rothchild”, exclamó el escritor. ¡Qué desgracia y, al mismo tiempo, qué estupidez exponerse a su venganza!"

                                                      


Como contrapartida, tenemos que agradecer a los Rothschild el haber mantenido económicamente el inmenso ejército comandado por Wellington en la península ocupada. Sin esa ayuda hubiera sido imposible que los españoles vencieran al ejército más formidable de su tiempo… 

A estas alturas, el centro neurálgico de las operaciones de Rothschild se había desplazado de Frankfurt a Londres. Nathan tomó la iniciativa porque era un genio de las finanzas que veía claramente las oportunidades que ofrecía la guerra y porque vivir en Inglaterra proporcionaba una perspectiva muy diferente de los acontecimientos internacionales que vivir en Alemania.

 La transformación que se produjo en las fortunas de los Rothschild en breves años fue asombrosa, y bien puede ser el único hecho de esa categoría en los anales de la historia comercial. En 1810 Nathan Rothschild era uno más entre varios grandes empresarios. Para 1815 se había convertido en el principal financista del gobierno británico, el hombre detrás de la exitosa campaña en la península de Wellington, el hombre que proporcionó el dinero que hizo posible la mayor de todas las victorias británicas: Waterloo.

 ¿Cómo consiguió tal prodigio? Información de primera, secretismo, y una completa inmoralidad: 

La comunidad bancaria siempre había constituido un “quinto estado”, cuyos miembros podían, mediante el control de las cuentas reales, afectar a eventos importantes. Pero la casa de los Rothschild era inmensamente más poderosa que cualquier imperio financiero que la hubiera precedido. Poseía vastas riquezas, era internacional e independiente. Los gobiernos reales estaban nerviosos porque no podían controlarla. El movimiento popular la odiaba porque no respondía ante el pueblo. Los constitucionalistas se resentían porque su influencia se ejercía tras bambalinas ―en secreto.

 La clandestinidad fue y siguió siendo una característica de la actividad política de los Rothschild. Nunca buscaron un cargo en el gobierno e incluso cuando, en años posteriores, algunos de ellos ingresaron al parlamento no ocuparon un lugar destacado en las cámaras de la asamblea de Londres, París o Berlín. Sin embargo, todo el tiempo estaban ayudando a dar forma a los principales eventos del día: otorgando o reteniendo fondos; proporcionando a los estadistas un servicio diplomático no oficial; influyendo en los nombramientos para altos cargos, con un trato casi diario con los grandes tomadores de decisiones. 




 Con su exahustivo trabajo de investigación Derek Wilson confirma como desde las primeras décadas del mil ochocientos los verdaderos dueños de Occidente y sus colonias (luego serían áreas de influencia) han ejercido el poder desde la sombra. Hoy resulta muy complicado dilucidar quién gobierna el mundo, en qué cabezas se toman las decisiones que a posteriori van a determiar el futuro del populacho. Sin embargo, cuando se forjó el orden mundial que conocemos, para ver quién estaba al mando bastaba con acudir a la bolsa de valores de Londres y detenerse ante una de las columnas.  


Por entonces se publicaron varias litografías, y hasta pañuelos, representando a Nathan en el Exchange con su voluminosa figura. En una de ellas, aparece a su lado una silueta gris y la leyenda: “La sombra de un gran hombre”. A mí modo de ver, el personaje real era justo lo contrario a lo que la grandeza significa. Mientras financiaba desde Londres el ejército del general Wellington seguía sacando en barcos, de contrabando, grandes cantidades de lingotes de plata desde la costa de Kent que ayudaban a financiar a Napoleón. De eso se encargaba la rama de la familia radicada en París. Y Wellington lo sabía, de hecho, en más de una ocasión se quejó a Lord Liverpool, entonces primer ministro británico, en estos términos:

 “Britain only choice lay between fight Napoleon in Spain and fighting him at home.

(La única opción de Gran Bretaña consiste en luchar contra Napoleón en España o luchar contra él en casa)

En el mismo orden de cosas, el noble alemán Puckler-Muskau escribió en sus observaciones sobre Nathan:

 Rothchild, cuyo padre vendía cintas, y sin el cual ningún poder en Europa parece hoy capaz de hacer la guerra.

Hay otras anécdotas que muestran el frio despotismo de Nathan. El siguiente incidente fue recogido por el embajador prusiano William Von Humbolt en una de sus cartas:

Ayer, Rothchild cenó conmigo. Es bastante tosco y sin educación, pero tiene una gran inteligencia y un genio positivo para el dinero. Martins también estaba cenando con nosotros y seguía elogiando todo lo francés. Empezó a ponerse fatuamente sentimental sobre los horrores de la guerra y el gran número de muertos. “Bueno”, dijo Rothschild, “si no hubieran muerto todos esos, comandante, probablemente usted todavía estaría tocando el tambor."

A Natham Mayer de Rothschild lo único que le importaba eran los negocios. La familia debía dedicarse a ganar dinero con la misma devoción que ponen los deportistas de élite a la hora de perseguir el oro Olímpico:

Su devoción por los negocios se mantuvo a lo largo de toda la vida. Años después, respondió rápidamente a un conocido que le sugirió que seguramente no desearía que sus hijos se dedicaran al dinero en detrimento de cosas más importantes. “Estoy seguro de que debería desear eso. Deseo que entreguen su mente, alma, cuerpo, corazón y todo a los negocios; esa es la manera de ser feliz. Se requiere mucha audacia y mucha cautela para hacer una gran fortuna.


De alguna forma el espíritu de ese hombre (Natahm Mayer Rothschild) ha permeado las mentes de generaciones enteras y hoy en día gobierna el mundo. La manera que tenemos de conducir nuestras vidas, el que la guerra se haya convertido en un negocio impersonal, una escala de valores en donde prima el materialismo, es obra suya, y darse cuenta es un paso fundamental a la hora de despertar (si es que queremos hacerlo). En un debate de la Cámara de los Comunes celebrado en febrero de 1828, el diputado radical por Hertford, Thomas Duncombe, se refería a los Rothschild en los siguientes términos:  

“Dueño de una riqueza ilimitada, se jacta de ser el árbitro de la paz y la guerra, y de que el crédito de las naciones depende de su asentimiento; sus corresponsales son innumerables; sus cortesanos superan a los de los príncipes soberanos y los soberanos absolutos; los ministros de estado están a su sueldo. Supremo poder en los gabinetes de la Europa continental, aspira al dominio de los nuestros.”






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